La conversación acabó ahí. Se rompieron las palabras. El silencio derrumbó las paredes. Y me fui.
Me largué por donde había entrado. No recuerdo cómo fue exactamente pero sí cuántos años hace.
Creo que entonces había risas. Lloraban ellos por sus peleas por el postre.
Discutíamos por quién había dejado el grifo abierto y por cambiar el canal del televisor.
Recuerdo que pedía ayuda para dormir porque veía sombras extrañas en la cortina.
Lo vivo todo como si de un color ocre se tratara. Con olor a leña y entrando el sol por la ventana.
La desesperación llegó después, con la razón a cuestas. Con los porqués sin contestar.
La tristeza del no saber y el incoformismo del saber demasiado.
La noche se convertía en aliada pero no se podían ver las estrellas.
Ya no pretendía vivir. De pronto se trataba de sobrevivir.
Quería volar con otros ojos que miraban hacia el mismo mar, en el mismo momento.
Volver a reír, aprender a ser cómplice, gritar sin más, dormir tranquila.
Pero algo no funcionó. No hubo aplausos, ni sonrisa, ni abrazos.
Así me fui. Para volver, algo después, desnutrida. Pobre en sueños y sobrada en suposiciones.
Con nuevos amaneceres que llegaron a convertirse en antiguos.
Con la esperanza de irme, esta vez, para siempre. Sin huir.
Con la cabeza bien alta. Dispuesta a todo sin dar explicaciones de nada.
Habiendo parido toda la mierda necesaria para decir un simple hola sin agachar la cabeza.
Y no miento cuando digo que hoy va a ser el día.
Porque hoy y desde hoy todo está a mi favor.
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