Camino

04 agosto 2009

La verdad, me gustan las catedrales, aunque no suela rezar. Me dan paz, tranquilidad. Cualquier lugar podría estar ardiendo a km o a metros, que no escucharías nada si estás en ellas.

Son las formas, las figuras, las estatuas tristes, que te transmiten pena y alegría a la vez.

Los colores aliñados y descafeinados de las fachadas, las paredes. Los bancos viejos, con sus gentes orando, pensando en calmar su necesidad, en desear felicidad al otro, incluso al que está al lado, sin conocerlo.

Son los confesionarios, con sus Ave María Purísima y las vergüenzas del después, con sus frentes cabizbajas, su olor a incienso y vela, su mirar a todos los lados, su notar presencias donde no las hay. O quizá sí. Sus cruces. Inmensas.

Son los cánticos a todas horas, los parar de pensar en el resto, en ti, sólo en ti y sus imágenes espectrales.

Es el agua bendita que sólo encuentras allí, que miras de reojo y cuando la tocas la notas más fría de lo habitual.

Son sus tumbas y todos sus candiles, su latín y sus llantos. A todas horas.
Llantos que ahí se quedan. Y que se van cuando sales por la gran puerta.
Lugar de angustias quebradas, gracias a la fe, a la devoción.
O, simplemente, gracias por la inmensidad de lo infinito, de los cimientos interminables que tienen final, que no te dejan parar de suspirar al ver que siempre estarán ahí, altos, tan lejos y tan cerca, siempre que quieras.

Y una vez se cierren las puertas, la luz acogerá todos tus infiernos.
Y toda la demás, la llevarás contigo.
Siempre.

1 comentario/s:

Fran dijo...

A mi me flipa ver las macroconstrucciones en una epoca de utillajes precarios...

Camino

La verdad, me gustan las catedrales, aunque no suela rezar. Me dan paz, tranquilidad. Cualquier lugar podría estar ardiendo a km o a metros, que no escucharías nada si estás en ellas.

Son las formas, las figuras, las estatuas tristes, que te transmiten pena y alegría a la vez.

Los colores aliñados y descafeinados de las fachadas, las paredes. Los bancos viejos, con sus gentes orando, pensando en calmar su necesidad, en desear felicidad al otro, incluso al que está al lado, sin conocerlo.

Son los confesionarios, con sus Ave María Purísima y las vergüenzas del después, con sus frentes cabizbajas, su olor a incienso y vela, su mirar a todos los lados, su notar presencias donde no las hay. O quizá sí. Sus cruces. Inmensas.

Son los cánticos a todas horas, los parar de pensar en el resto, en ti, sólo en ti y sus imágenes espectrales.

Es el agua bendita que sólo encuentras allí, que miras de reojo y cuando la tocas la notas más fría de lo habitual.

Son sus tumbas y todos sus candiles, su latín y sus llantos. A todas horas.
Llantos que ahí se quedan. Y que se van cuando sales por la gran puerta.
Lugar de angustias quebradas, gracias a la fe, a la devoción.
O, simplemente, gracias por la inmensidad de lo infinito, de los cimientos interminables que tienen final, que no te dejan parar de suspirar al ver que siempre estarán ahí, altos, tan lejos y tan cerca, siempre que quieras.

Y una vez se cierren las puertas, la luz acogerá todos tus infiernos.
Y toda la demás, la llevarás contigo.
Siempre.

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Luciérnagas